I N S T I T U T O N A C I O N A L D E E S T A D Í S T I C A Y C E N S O S
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Las dos semanas posteriores a mi primera llegada a
Manta las pasé entre Montecristi, Pedernales, Jama,
Bahía, Canoa, San Vicente, Santo Domingo, Portoviejo,
El Carmen y Chone, caminando con los voluntarios,
acompañando a los responsables, aprendiendo de
los más experimentados, aupando a los más jóvenes,
no siempre lo logré (algunos desertaron, nadie del
INEC), hablando con la gente en establecimientos
económicos, albergues y refugios, visité los lugares
más afectados (la llamada zona cero).
A ese ritmo, mantuve algunas reuniones con
autoridades, voluntarios, medios de comunicación; vi
llorar a expertos en desastres, miré la desesperación
de quien siente que la tarea le supera y observé el
festejo del equipo cuando concluía el trabajo.
El resumen de mi experiencia personal se centra en
una imagen captada en una fotografía que pude
tomar (con la Nikon que siempre me acompaña)
el 7 de mayo de 2016, en ella se ve a un grupo de
niños transportando dentro de una carretilla algunas
botellas de agua para repartirla entre sus vecinos, que
permanecen en carpas desde la tarde del terremoto
en el que perdieron sus casas, algunos a familiares y
amigos en el barrio Lomas del Viento de Manta.
Después, como testimonio sobre la gente que conocí
y la experiencia vivida, escribí en una de mis redes
sociales: “Hoy conocí a la legión de ángeles y vi
trabajar a los héroes. ¡Todos son manabitas! Están en
las calles cuidándose y cuidando” y es cierto.